¿Qué es la Tierra? ¿Qué significa vivir aquí? Los astronautas son los únicos que han ido y regresado del espacio para contarlo. A partir de estas interrogantes, editorial Gris Tormenta publica Regreso a la Tierra, una antología que reune testimonios excepcionales sobre el reencuentro con nuestro planeta: la anticipación del regreso, el viaje mismo o los pensamientos posteriores.
Es el quinto libro de la colección Disertaciones, una antología donde nueve astronautas internacionales, entre ellos Neil Armstrong, Rodolfo Neri Vela —el primer astronauta mexicano— y la iraní Anousheh Ansari, narran sus impresiones de la Tierra al regresar del espacio. En el epílogo, Elon Musk habla sobre el futuro de la exploración espacial.
El resultado es un libro que, más allá de la ciencia y la tecnología, recopila las experiencias personales y las emociones de los astronautas una vez que su misión ha finalizado.

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Una experiencia única
De los casi seiscientos astronautas que han vivido esta experiencia, hombres y mujeres, aquí se recopilan las voces de nueve:
- Anousheh Ansari
- Neil Armstrong
- Chris Hadfield
- Scott Kelly
- Valentín Lébedev
- Edgar Mitchell
- Mike Mullane
- Rodolfo Neri Vela
- Al Worden
En todos los textos —cuidadosamente seleccionados por los editores y en su mayoría traducidos por primera vez al español— el lector encontrará crónicas sobre el final del viaje y las reflexiones posteriores que provoca, físicas, psicológicas o filosóficas.
¿Qué sucede cuando el cuerpo vuelve a su gravedad habitual? ¿Qué es lo primero que los astronautas sienten al abrir la puerta de la nave? ¿Qué pensaron al observar de lejos nuestro hogar? Y más interrogantes.
Algunos fragmentos de la antología:
Tal vez ir a la Luna y regresar no sea tan importante en sí. Pero es un paso sumamente valioso para dar al pensamiento una nueva dimensión —una especie de iluminación. Después de todo, la Tierra misma es una nave espacial. Una nave de naturaleza extraña, ya que lleva a su tripulación en el exterior, no en el interior. —Neil Armstrong
La noche en que mi avión aterrizó en Houston y por fin conseguí llegar a casa, entré por la puerta principal, salí por la puerta trasera y salté a la piscina sin quitarme el traje de vuelo. Es imposible describir la sensación de estar inmerso en agua por primera vez después de un año. Nunca volveré a dar por hecho el agua. —Scott Kelly
Lee un adelanto en: www.gristormenta.com/rt

Fragmento de Regreso a la Tierra
Adelantamos un fragmento de Mike Mullane (1945), astronauta estadounidense que viajó tres veces al espacio: 1984, 1988 y 1990. En el texto que se comparte a continuación describe lo que vio desde su nave durante un momento de reflexión previo a su regreso; una de las descripciones más elocuentes sobre la Tierra.
Durante el último periodo de sueño de la misión, permanecí despierto en la cabina de mando superior para absorber las vistas del espacio que me tendrían que durar por el resto de mi vida terrestre. Quería escuchar música mientras lo hacía, así que busqué el Walkman que me había dado la NASA. Tardé un poco en encontrarlo. El interior de la cabina estaba cubierto con almohadillas de Velcro, y todo lo que llevábamos —desde lápices hasta cámaras, contenedores de comida o lámparas— tenía «ganchos» de Velcro pegados para que pudiéramos fijarlos a una almohadilla. El único problema era recordar en dónde habías puesto cada cosa. En la Tierra nadie tendría que buscar nunca un objeto perdido en una pared o en el techo. En el espacio, sí.
Me coloqué los auriculares y puse una cinta con mis mezclas de música (la NASA nos había permitido seis), luego apagué las luces de la cabina. Flotando horizontalmente, giré boca arriba y me moví hacia adelante hasta que mi cabeza casi tocaba la ventana. Era un truco que Hank Hartsfield me había enseñado en la misión STS-41D. Con el Atlantis en posición «techo a Tierra», yo quedaba recostado boca abajo hacia el planeta. […]
Lo que más me gustaba de mi nueva posición era la ilusión que creaba. Podía poner mi cabeza tan hacia adelante que la estructura del transbordador desaparecía detrás de mí. Mi vista de la Tierra quedaba completamente libre. Me trajo recuerdos de bucear en el mar Egeo, observando la vida marina a través del visor. Como aquella vez, ahora tenía una sensación intensa de ser parte del elemento en el que me encontraba inmerso, no un visitante extraño. Usaba las puntas de los dedos para estabilizarme, pero cuando me soltaba, por un momento flotaba libre de cualquier contacto con el Atlantis, aumentando la sensación de ser una criatura del espacio, no un astronauta encerrado en una máquina.
Podía ver la pátina de los océanos de la Tierra. El agua rozada por el viento tenía la textura de una cáscara de naranja, pero en colores que variaban con el ángulo en que el sol los iluminaba. A pleno sol, el mar abierto era azul Crayola. En ángulos más suaves, los mares reflejaban tonos de gris, plata y cobre. En lugares donde la claridad del agua es excepcional, como el Caribe, las dunas y los valles del lecho marino se podían ver claramente, y su arena blanca diluía el azul del océano para crear un turquesa sorprendente. En el brillo del sol podía ver la evidencia del comportamiento del mar. Había torbellinos circulares similares a los remolinos de nubes de baja presión en la atmósfera. Las fronteras entre las corrientes aparecían como líneas oscuras. Las corrientes que pasaban por los cabos creaban patrones notablemente distintos de olas, justo como los que podía ver en las nubes que bajaban de las cadenas montañosas. En los puertos del golfo Pérsico podía distinguir los superpetroleros como «puntos» y, a veces, con un destello del sol, podía ver la estela en forma de V de uno de esos monstruos en marcha. Más tarde, cuando el Atlantis estaba en la parte descendente de una órbita en los confines del hemisferio sur, observé el cordón turquesa de una floración de plancton que se extendía por kilómetros. Nos habían dicho que los veríamos en las aguas fértiles cerca de la Antártica. Más al sur, una flotilla de icebergs navegaba con la corriente como si fuesen numerosos buques de guerra.
Floté de regreso a las ventanas delanteras. Las órbitas continuaban… Cuarenta mil kilómetros, noventa minutos, un amanecer, un atardecer, un roce con el círculo polar ártico, un roce con el círculo polar antártico. En cada cruce ecuatorial, el Atlantis pasaba dos mil quinientos kilómetros al oeste del punto anterior, un efecto del movimiento de rotación de la Tierra hacia el este, debajo de nuestra órbita. En cada vuelta veía un mar distinto, una tierra distinta, un cielo distinto. Vi los desiertos de África del Norte extenderse hasta el horizonte con dunas espaciadas tan perfectamente como ondulaciones en un estanque. Pasé sobre bosques siberianos nevados tan vírgenes como el jardín del Edén. Vi la veta verde del Nilo y el caos de picos blancos de los Himalaya y los Andes. Vi los perfectos abanicos aluviales desembocando en suelos desérticos, cada uno como firma de millones de años de erosión de las montañas. Me emocioné con las estrellas fugaces y la neblina estelar del espacio y los satélites centelleantes y la joya que era Júpiter. Vi el Cosmódromo de Baikonur, el sitio de lanzamiento del Sputnik 1, con el vecino mar de Aral que se veía como una mancha negra de aceite contra el blanco del invierno de las estepas kazajas. Unas cuantas vueltas más tarde aparecieron las luces solitarias del desierto de Albuquerque y me maravillé de cómo esos dos lugares, geográficamente tan distantes entre sí, habían estado vinculados a mi vida de manera inexorable. Pasé sobre todos los caminos de terracería por los que mis padres se habían aventurado, todas las montañas que había escalado, todos los cielos que había surcado. Con la música de Vangelis, Bach y Albinoni como fondo musical, vi la película de mi vida.
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