La psicosis colectiva que generan los tiburones se remonta a una exageración mediática de su letalidad durante la Segunda Guerra Mundial.
La playa se extiende, de extremo a extremo, con una profundidad incierta. En perfecta quietud, la tensión superficial se interrumpe con el ir y venir apacible de las olas —pero la presencia está ahí. De pronto, entre las sombras algo parece moverse. Se vuelve la vista y no hay nada. En el rabillo del ojo, se percibe una aleta dorsal que apenas roza la superficie. No importa si el agua apenas toca los talones, si hay mucha gente o si se está en medio de un espacio público: el terror a los tiburones está ahí.
Olor a sangre

La histeria colectiva hacia los tiburones no es nueva. Por el contrario, como apunta Janet M. Davis, de la Universidad de Estudios Americanos, se remonta a la Segunda Guerra Mundial. Aunque el conflicto se centró en el contacto de los Aliados con las Potencias del Eje, es una realidad que nunca antes en la historia de Occidente se había tenido una cercanía tan marcada con esta especie.
Incluso desde entonces, los soldados los describían como bestias impías, cuya única intención era lastimar a los seres humanos con sus fauces letales. Con una sensibilidad particular por el olor a sangre, los tiburones difícilmente tienen interés en lastimar a nuestra especie.
Por el contrario, esta narrativa de angustia y terror añadía suspenso a las hazañas ultramarinas de los veteranos —y raramente empataba con el comportamiento real de los animales. Además de que muchas vidas se perdieron en los ataques de bombardeos marinos, los periódicos locales describían el entorno como “estar plagado de tiburones”. La semilla de horror muy pronto se diseminó en el imaginario colectivo.
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Frente a la tempestad

La necesidad de representar a un culpable por las desgracias de nuestra especie ha acompañado al ser humano desde sus comienzos. En lugar de asumir que muchas de las catástrofes son antropogénicas, es más sencillo crear símbolos que representen el origen de los asuntos que nos aquejan. Aunque sea de manera inconsciente, el terror frente a la tempestad nos sigue resultando abrumador.
Culpar a los tiburones por aquella amenaza constante que venía del otro lado del mar parecía, en la época, una salida fácil para explicar las fricciones internacionales entre las potencias europeas. El fenómeno se acentuó, algunos años más tarde, con el estreno de Tiburón en 1975: en plena Guerra Fría, parecía que la bestia era un muy buen suplente para cristalizar a un enemigo sin rostro, venido de ultramar.
Los resultados tras el lanzamiento de la película arrojan luz sobre este comportamiento social. Con 100 millones de dólares en taquilla, es quizá uno de los éxitos más rotundos de la industria cinematográfica comercial del siglo XX. A la fecha, la piel se nos eriza cada que la canción temática de la primera película, compuesta por John Williams, suena con el fin de anunciar que el tiburón estaba al acecho.
¿El depredador más letal?

Con estos antecedentes, no es de extrañarse que en los medios de comunicación se pintara una imagen de los tiburones como los depredadores más sanguinarios y letales de los océanos. Más aún, que Discovery Channel lanzara su tan aclamada Shark Week desde 1988, que no sólo desnaturaliza a los animales, sino les atribuye características que difícilmente la ciencia reconoce como fidedignas.
Entre las playas y las albercas, la promesa de un ataque inesperado de tiburón se ha instalado en las mentes de las personas. La psicosis es palpable, incluso en adultos maduros que tienen la consciencia de que un animal de esas características no sobreviviría en aguas contaminadas de gente y bloqueador.
En contraste, conservacionistas de todo el mundo denuncian que los tiburones están en peligro crítico de extinción en la mayoría de las arrecifes que quedan. Como consecuencia de valores culturalmente asignados, la multiplicidad de especies que antaño existían de estos animales marinos se reduce año con año —y la piel se nos sigue erizando cada que nos enfrentamos al mar.
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