En la época dorada del puerto, la silla Acapulco se instauró como un ícono del diseño mexicano por su carácter ergonómico, retro y casual.
Es 1950. El puerto de Acapulco está en su esplendor. Mientras Frank Sinatra ofrece conciertos en el Resort Pacífico, la familia Kennedy se reúne a ver el atardecer en el mirador de La Quebrada, con el arrullo de las olas que se estrellan contra las piedras. A la par, los músicos locales acompañan al sol en su descenso por el horizonte. En los miradores, las salas de descanso y al pie de las albercas en los hoteles más caros, siempre figuró al menos una silla Acapulco.
Arena dorada, época dorada

Mientras Elvis Presley y Frank Sinatra agendaban visitas de varias semanas a los hoteles más caros del puerto, María Félix tomaba el sol cerca del acantilado de La Quebrada, viendo a los clavadistas hacer saltos mortales hasta el mar. Fue por los mismos años que Agustín Lara compuso María Bonita, el bolero que pondría a las playas guerrerenses en boca de todo el mundo.
Por ello, los artesanos acapulqueños pensaron en construir un asiento en el que los turistas de primera clase pudieran descansar. Tenía que ser económico, con materiales sólidos que se ajustaran al cuerpo de las personas en traje de baño mientras ocupaban la mirada en las olas. Utilizando una técnica ancestral de tejido local, un grupo de tejedores anónimos pergeñaron la silla Acapulco.

Usaron colores pastel, como se estilaba en la época: era el momento de esplendor del Hotel Las Brisas, que escogió el rosa más pálido para pintar sus suites más caras. Por ello, los artesanos prefirieron tonos turquesa, verdes suaves y amarillos, que contrastaran con los pisos blancos de los hoteles. A pesar de que éste fue un atractivo para los turistas, lo que realmente le consiguió un espacio en los anales del diseño fue su forma.
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Ergonómica y acapulqueña

No hay una sola persona a quien se le atribuya el diseño de la silla Acapulco. Por el contrario, se piensa que fue una técnica heredada de la tradición local que se diseminó a lo largo de las playas, y penetró hasta las salas y habitaciones más exclusivas de los hoteles de élite en el puerto.
Un óvalo de acero sirve de tensor para el entramado de cuerdas de vinil, que van a dar a un óvalo más pequeño hasta el fondo. La silla Acapulco podría describirse como un cono irregular, con tres patas que pueden soportar hasta 100 kilos de peso. Estaba pensada para que la brisa pudiera pasar y la persona sintiera menos calor. Algunos dicen que su antecedente directo es la hamaca mexicana.

Fuertemente influido por el arte popular, el diseño de la silla Acapulco muy pronto evolucionó para convertirse en mesas, sillones y otros muebles que obedecieron la misma técnica de hilado guerrerense. Especialmente los muebles para sentarse siguieron el mismo principio: tenía que ser ergonómico y cómodo, de manera que la gente pudiera reclinarse a descansar.
Del glamour a la denominación de origen

Tuvieron que pasar años antes de que la silla Acapulco consiguiera su denominación de origen. Así como los altares de muertos y el tequila, cualquier mueble con el mismo diseño que se produzca fuera de México no puede ser llamado como tal. Venida de la época dorada del puerto, su carácter ergonómico, retro y casual llegó casi intacto al siglo XXI.
Hoy, diversos estudios en Noruega y otros países de Europa han imitado el estilo acapulqueño. Algunas de las sillas Acapulco más caras del mundo, sin embargo, se venden en la Colonia Roma, un barrio bohemio de la Ciudad de México. En los bares y restaurantes más concurridos de la capital no pueden faltar estas sillas, que siguen siendo un ícono del diseño mexicano, incluso a 60 años de su creación.
A pesar de todo, pocas experiencias se equiparan a la de estar sentado en una silla Acapulco desde La Quebrada, escuchando cómo las olas rompen contra las piedras. Lo más posible es que se escuche una marimba al fondo. Al caer la noche, el arrullo del mar todo lo consume, todo lo apaga. Aunque el glamour se apagó en el puerto hace décadas, las sillas ahí siguen. Tal vez, como un recordatorio de lo que fue, de lo que podría volver a ser.
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