Desde entonces las misiones tripuladas no han ido más allá de la órbita; la meta ahora serán un asteroide y Marte
El 20 de julio de 1969, hace 42 años, Neil Armstrong descendía del Apollo XI para caminar sobre la Luna. La raza humana alcanzaba con éxito el satélite de la Tierra. La Luna, ese objeto celeste protagonista de múltiples leyendas en varias culturas antiguas, en un viaje que Julio Verne había soñado un siglo antes. Luego Edwin Aldrin también dejaría su huella en la polvorienta superficie del Mar de la Tranquilidad, incluso correría.
La caminata extravehicular duraría dos horas y media antes de regresar a la nave orbital donde los esperaba Michael Collins, 21 horas después de que el Eagle abandonara el módulo Columbia (durante ese tiempo, debido al recorrido orbital de la nave, Collins pasó 48 minutos detrás de la Luna, sin ningún tipo de contacto con la Tierra ni con nadie porque la radio se bloqueaba). Armstrong y Aldrin recogieron 22 kilos de muestras de rocas, instalaron un reflector láser, instrumentos científicos para detectar sismos y partículas solares, y sacaron fotos; también dejaron un disco de silicón en miniatura, del tamaño de una moneda, con mensajes microscópicos de 73 naciones y del papa Paulo VI, la bandera de Estados unidos y una placa de acero con un mensaje de paz en nombre de la Humanidad. Cuatro días tardó el viaje de ida, y otros cuatro el de regreso.
Desde hace 42 años ya no se ha vuelto a pisar otro objeto celeste (cinco misiones más también aterrizarían en la Luna entre noviembre de 1969 y diciembre de 1972). Las huellas dejadas se mantienen intactas porque ahí no hay atmósfera ni viento que las borre, excepto por algún meteorito. La meta ahora es llevar astronautas a un asteroide y después a Marte, en las próximas dos décadas.

