Los tableros taxidérmicos de Walter Potter generan reacciones contrarias: profundo enternecimiento, o franco horror ante lo macabro.
De primera vista, se pueden contar al menos 20 gatitos sentados frente a una mesa de madera. Como apenas tienen unos cuantos meses, el arreglo está dispuesto de acuerdo a sus dimensiones: tacitas de té minúsculas, pasteles diminutos de plastilina, teteras rellenas de café falso. Los animales están vestidos con smoking y frac, a la manera de los aristócratas ingleses. Algunos, incluso, llevan un monóculo sobre un par de ojos de canica —los glóbulos oculares, así como sus demás órganos, fueron retirados después de un proceso quirúrgico minucioso.
Walter Potter, un taxidermista británico del siglo XIX, se obsesionó con las crías de animales. Con fines científicos dudosos, sacrificaba a los bebés de sus animales domésticos —así como de otras especies— para disponerlos en maquetas que él mismo nombró “dioramas antropomórficos”, o tableros taxidérmicos. En ellos, imitaba escenas de la cotidianidad humana, con una calidez tétrica que parecía pasar por alto que los animales estaban muertos, sobre alfileres puntiagudos que les perforaban el cuerpo para ‘mantenerlos en su lugar’.
Un proceso de disección riguroso

Muchas de las víctimas de Walter Potter fueron capturadas ‘con fines científicos’. Incluso en la época, los pobladores de Sussex miraban con cierta sospecha sus prácticas taxidérmicas. Había veces que se aparecía en los ranchos aledaños, con una expresión demasiado gentil en el rostro, para pedir 50 crías de conejo para su proyecto más reciente. Los granjeros, según la cobertura de The Guardian, sencillamente se rehusaban a vendérselos.
En otras ocasiones, el hombre aseguraba que, en nombre de la ciencia, las crías deberían de ser donadas a la causa. Gatitos, ratones, conejos, pichones y otros animales pequeños se sometieron a los procedimientos rigurosos que requerían los tableros taxidérmicos, después de ser sacrificados. Tras extirpar cada uno de sus órganos, Potter los rellenaba de algodón con formol, de manera que los cadáveres no se pudrieran y pudieran lucir más en las maquetas.

Potter tenía el cuidado de modificar, incluso, las expresiones petrificadas de los animales. Algunos parecían interesados en resolver una ecuación matemática, mientras que otros imitaban el arrobamiento de una novia que está a punto de concretar sus primeras nupcias. Potter construyó herramientas a escala para cada uno de sus ‘personajes’. Además, se tomaba el tiempo de conservar el pelaje natural, los bigotes e incluso las garras, cuando la especie lo permitía.
Entre sus obsesiones, siempre figuraron los motivos infantiles. Por esta razón, confeccionó escenarios de escuelas primarias, en los que vestía a los animales con uniformes, mochilas y los hacía empuñar lápices o lupas, como si estuvieran estudiando. Sin embargo, también simuló bodas, visitas al doctor y bailes aristocráticos: el punto era, a sus ojos, causar ternura en sus espectadores.
Te sugerimos: Racismo, explotación y muerte: así eran los zoológicos humanos que exhibían esclavos africanos en Europa
Maquetas en exhibición

A diferencia de lo que él decía de sí mismo, Walter Potter no estudió nada. Por el contrario, aprendió con la práctica: su familia se dedicaba a la taxidermia desde hacía décadas. Generación tras generación, el oficio familiar fue disecar a los animales muertos que algunos aristócratas les traían después de sus jornadas de caza.
Fascinado con los procedimientos rigurosos de extracción de órganos, Potter decidió abandonar la escuela a los 14 años, y dedicarse de lleno al oficio que su padre le había enseñado con la práctica. Resultó tan versado y riguroso, que con el tiempo empezó a presentarse como científico. Eventualmente, empezó a experimentar con las crías de ciertos animales.

Fue así, después de años de ‘trabajo’, que el taxidermista presentó sus proyectos al museo local de Sussex. Los administradores quedaron maravillados por el detalle preciosista de cada vestido, de cada joya, de cada herramienta. De una manera muy extraña, las escenas de Walter Potter les resultaban tiernas —a pesar de que los animales estuvieran petrificados en una posición plástica y antinatural.
Cuando la exposición se inauguró, despertó un morbo muy particular entre los ingleses del siglo XIX. Los visitantes salían fascinados y enternecidos por los tableros taxidérmicos: les encantaba ver a animales bebés en situaciones muy humanas, que representan escenas de la vida cotidiana con un giro simpatiquísimo. La muestra se quedó ahí por décadas, como parte de la gran ‘fantasía victoriana’.
El fin de la fantasía de Walter Potter

Después de décadas de estar en exhibición en Sussex, los tableros taxidérmicos de Walter Potter fueron comprados en una subasta. Todos y cada uno pasaron a formar parte de una colección particular en 2003, terminando con la fantasía colectiva de que las maquetas eran tenían realmente un fundamento científico ético.
Mientras algunos historiadores lo consideran un ‘taxidermista excepcional’, revisiones historiográficas posteriores lo consideran más como un hombre del espectáculo. De tener motivaciones verdaderamente científicas, no hubiera construido un mundo fantasioso en torno a animales muertos. Por el contrario, los hubiera dispuesto en posiciones anatómicas que favorecieran el estudio. No fue el caso.
A pesar de las controversias, se tiene poco registro de su vida personal. Nunca dio entrevistas a los medios de comunicación. A pesar de esta celosía, su casa se convirtió en un museo accesible para el público en general. De cualquier forma, un halo ominoso rodea a la figura de Walter Potter. Algunos se cuestionan si su trabajo tuvo tanto éxito por el esfuerzo de traer algo del mundo ‘natural’ a las ciudades industriales británicas. Otros, sencillamente, miran con horror el producto de una obra ‘macabra’, ‘siniestra’, fuera de lugar.
Sigue leyendo:

