Entendiendo la deriva de los hielos y el el riesgo de sunamis
El Capitán Ricardo Molares es un hombre ocupado. Antes de embarcarse, el director científico de la Primera Expedición Antártica de Colombia, y la cabeza del Centro de Investigaciones Oceanográficas e Hidrográficas, CIOH, tuvo que supervisar la inmensa logística de empacar un laboratorio completo dentro de un contenedor de buque. Un buque militar, no oceanográfico. Y además, destinado a la Antártida.
Estamos frente a las costas de Juanchaco, en el Pacífico colombiano, cuatro días después de zarpar desde Cartagena, y después de un memorable cruce del Canal de Panamá, y Molares abre una pesada escotilla en un mamparo del puente de popa del ARC 20 de Julio. El pequeño espacio está lleno a reventar de cajas e instrumentos para oceanografía física, química y bilógica asegurados con cuerdas elásticas.
"Para el zarpe no podía haber nada en el puente, así que tuve que embutir todo donde mejor pude", dice riendo. "Ahora tenemos que comenzar a poner orden", añade mostrándome el pequeño pero bien montado Laboratorio Oceanográfico Móvil Embarcado. Es básicamente un contenedor corrugado rojo de buque, con un par de ventanitas a un lado, que aloja neveras, computadoras, un par de sillas, y una repisa de trabajo. Aquí se harán análisis preliminares de agua, y desde las computadoras se seguirán y dispararán las botellas de la roseta muestreadora.
Es cuando veo esa típica roseta, en otro costado del puente, que me siento realmente dentro de un crucero oceanográfico. El aparato está sobre otra de las piezas clave de la parte científica de esta misión: la Plataforma de Maniobra Oceanográfica, que como su nombre lo indica, permite el lanzamiento de equipos oceanográficos al mar, desde la bonita roseta, hasta aparatos que miden las corrientes y toman muestras del lecho marino hasta una profundidad de 2000 metros, entre otros.

