De acuerdo con los libros de historia, Adolf Hitler se suicidó en Berlín el 20 de abril de 1945, combinando una dosis de cianuro con un tiro en la cabeza. Por Guadalupe Alemán Lascurain
Los eventos que condujeron a su muerte pueden resumirse de la siguiente manera:
Lenta pero segura, la Armada Roja del mariscal Zhukov avanzó sobre Berlín durante la primavera de 1945. Hitler estaba oculto en el Führerbunker: un búnker subterráneo bajo la Cancillería del Reich que le sirvió como cuartel general durante las últimas semanas de la Segunda Guerra Mundial. El 22 de abril, el Führer tuvo un colapso nervioso y solicitó al médico Werner Haase un método fiable de suicidio.
El 28 de abril, Hitler supo que Heinrich Himmler, el comandante en jefe de las SS, pretendía negociar con los Aliados la rendición. Hitler siempre lo había considerado uno de sus hombres más fieles, de modo que esta traición fue un duro golpe para él.
Alrededor de la media noche de ese mismo 28 de abril, Hitler se casó con su amante, Eva Braun. Después de la ceremonia tomaron champaña con Joseph y Magda Goebbels, Martin Bormann y las secretarias Gerda Christian y Traudl Junge.
Al día siguiente, 29 de abril, Hitler dictó su testamento a Junge. Luego quiso indagar si las cápsulas de cianuro que le había dado Hasse no eran falsas. Para ello ordenó que un oficial de las SS las probara en Blondi, su perra pastor alsaciano. El veneno probó su eficacia y Blondi murió junto con su cría, Wulf. Esa misma noche el mariscal de campo Keitel informó a Hitler que Berlín había caído ante los soviéticos.
El 30 de abril, después del almuerzo, Adolf y Eva se despidieron de sus amigos íntimos. Después se recluyeron en la parte inferior del complejo. Hitler tomó el veneno y se pegó un tiro en la cabeza, Eva sólo tragó la cápsula de cianuro. A las 15:15, Goebbels, Bormann y Artur Axmann (el líder de las Juventudes Hitlerianas) recogieron los cadáveres, los rociaron con petróleo y les prendieron fuego. Un día después, el 1 de mayo, los Goebbels envenenaron a sus cinco hijos y, acto seguido, se suicidaron. El cuerpo de Bormann nunca fue hallado.

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¿Un acto de desaparición?
Según discurren algunos con exceso de imaginación –conspiranoides–, si los soviéticos hubieran recuperado los restos de Hitler, Stalin los habría exhibido orgullosamente en el Kremlin. ¿Por qué no fue así? Una falacia muy difundida concluye: “pues porque NO HUBO CUERPO. Hitler no murió en el Führerbunker. Hizo un pacto secreto con los Aliados, escapó de Europa en un submarino y permaneció oculto en Sudamérica hasta 1971, año de su auténtico fallecimiento”.
El primer promotor de esta teoría fue el húngaro argentino Ladislao Szabo, quien publicó en 1947 un libro titulado Hitler está vivo. Años después otros decidieron seguir las pistas del presunto misterio, entre ellos los británicos Simon Dunstan y Gerrard Williams, el argentino Abel Basti y el estadounidense Harry Cooper.
Todos ellos narran por qué debemos creer que el Führer vivía en una finca de Bariloche, en la Patagonia argentina; que se hacía llamar Adolf Schütelmayor, o que tuvo dos hijos con Eva Braun… entre otros detalles que resulta complicado resumir.

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Mitos y mitotes
Más que relatar todos los pormenores de la supuesta huida de Hitler a Argentina, repasemos los hechos y las verdades a medias que engendraron esta leyenda.
La secrecía de los soviéticos: el 2 de mayo los restos calcinados de Hitler y Braun fueron descubiertos por el soldado Ivan Churakov, del 79 cuerpo de fusileros del Smersh (la fuerza soviética encargada de evitar deserciones en el ejército y, más tarde, de perseguir a los nazis).
El Ejército Rojo tardó varios días en informar del descubrimiento al Kremlin e incluso al mismo general Zhukov. El 7 de mayo Moscú se enteró al fin de que el cadáver de Hitler había sido hallado. El traslado del mismo, y del resto de los muertos del búnker, estuvo rodeado de misterio.
Hoy ha quedado establecido que fueron sepultados bajo un cuartel del ejército soviético en Magdeburgo, noreste de Alemania.
La calavera equivocada: en 1970 la instalación militar soviética mencionada (ya bajo el control de la KGB, su agencia de espionaje) iba a cerrar para ser cedida al gobierno de Alemania Oriental. Ante el temor de que cualquier sitio de entierro de Hitler pudiera convertirse en lugar de peregrinación para los neonazis, Yuri Andrópov –en ese entonces director de la KGB– ordenó que los restos fueran incinerados y las cenizas se vertieran al río Elba. Los soviéticos sólo se quedaron con algunos recuerdos, entre ellos lo que parecía ser el cráneo de Hitler, pues en 2009 se le hizo una prueba de ADN y resultó que había pertenecido a una mujer joven.
l submarino lento: en cuanto cayó el régimen nazi, una semana después del suicidio de Hitler, la Kriegsmarine (armada del Tercer Reich) ordenó a todos los submarinos alemanes que tiraran sus armas por la borda, ondearan banderas azules y se rindieran en el puerto más cercano. Muchos U-boats (Unterseeboots) obedecieron al instante, pero otros temieron que se tratara de una trampa.
El U-530, del teniente Otto Wermuth, estaba a 1,600 millas al noreste de Puerto Rico cuando recibió la orden. Un mes después llegó a Mar de la Plata y se rindió ante la Marina argentina. Sus bitácoras de viaje habían desaparecido. Se dice que ese U-boat viajó a Europa, rescató a Hitler y lo depositó a salvo en tierras patagónicas. La explicación que dio Wermuth es mucho más razonable. Pensando que le iba a ir mejor rindiéndose en Argentina que en EUA, el teniente se dirigió hacia Sudamérica.
Por su propia seguridad decidió ignorar órdenes y permanecer sumergido. Si tardó dos meses en llegar de Puerto Rico a Argentina fue porque apenas tenía combustible para cubrir esa distancia, y debía reducir su velocidad.

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Dentadura delatora
Si bien es cierto que el supuesto cráneo de Hitler pertenecía a otra persona, también existen pruebas de que el dictador no pudo escapar. El teniente coronel Iván Klimenko fue uno de los primeros en entrar al búnker; con ayuda de la intérprete Yelena Rjevskaia, interrogó a los sobrevivientes nazis, y todos aseguraron que los cuerpos hallados correspondían a Hitler, a Braun, al matrimonio Goebbels y a los perros de Hitler.
Más tarde los restos fueron trasladados a Berlín, donde un equipo de cuatro médicos soviéticos –con la colaboración del doctor Hugo Johannes Blaschke, odontólogo particular del Führer– confirmó que entre los restos se hallaba la quijada del dictador. Afortunadamente para la odontología forense, Hitler tuvo pésima dentadura.
¿Resultado?
En los registros post mortem se hallaron 26 concordancias entre la historia clínica odontológica del nazi y el maxilar medio calcinado: una prótesis parcial fija superior anterior; varias obturaciones en oro, porcelana y amalgama, tratamientos de endodoncia… en fin, marcas inequívocas de que los soviéticos poseían los huesos adecuados. Si no anunciaron la noticia con bombo y platillo fue por órdenes directas de Stalin, quien tenía sus oscuras y siniestras razones para que los Aliados siguieran buscando en vano el cadáver de Hitler.
Por lo tanto…
La idea de que Hitler huyó a Argentina puede servir para pergeñar un thriller ucrónico y seducir a unos cuantos neonazis, pero hasta el día de hoy, los investigadores serios confirman el suicidio del dictador. Uno de los más importantes es el historiador británico Hugh Trevor-Roper, quien perteneció a la Inteligencia Militar Británica durante la Segunda Guerra Mundial.
Su libro, Los últimos días de Hitler (1947), relata con lujo de detalle qué sucedió en el Führerbunker entre finales de abril y los primeros días de mayo de 1945, y sigue siendo una fuente invaluable de información para quienes buscan datos fundamentados y evidencias científicas.
Texto publicado en la edición de julio de 2016 | Revista Muy Interesante México.

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